
Y el pelo se le pegaría al rostro cada vez, y yo lo apartaría con la punta de los dedos. Y así dejar caer segundos imposiblemente largos con los ojos enredados y las puntas de mis dedos paseando por aquel pálido antebrazo. Entonces llegarían a juntarse nuestros labios. Eran besos de aquellos sin tiempo ni prisas. Dos lenguas que se recorrían a cámara lenta, adelante y atrás, a párpados cerrados y piel de gallina.
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